lunes, 12 de octubre de 2009

YO SOLA

Yo sola

Tengo esta frase tan profundamente grabada en la mente en estos días que me ha llevado a escribir estas líneas. Es la de­manda de mi hija de dos años que reclama de forma enérgi­ca y reiterada la autonomía. «Yo sola, yo sola, yo sola». .. Tiene razón. Pero no toda, claro está. ¿En qué tiene razón? En que hay muchas cosas que, aunque con dificultad, puede hacer por sí misma. Cosas que hacemos los adultos reempla­zando su capacidad de acción. ¿Por qué no toda? Porque al­gunas cosas no puede hacerlas sin un riesgo grave para su integridad física.

Quiere comer sola, bajar sola las escaleras, encender la luz sola, enchufar la televisión sola, lavarse las manos sola, peinarse sola, salir a la calle sola, conducir el coche sola... Algunas de esas cosas las puede hacer. Otras, evidentemente, no. Y ahí está el intríngulis de la cuestión. En establecer la barrera entre lo que puede hacer sola y lo que no. En la asun­ción de los riesgos que conlleva anticipar lo más posible la autonomía. Si come sola la sopa, es probable que se le derra­me alguna vez el contenido de la cuchara. Si anda sola, se caerá muchas más veces que si se la lleva en brazos. Pero sólo así aprenderá a caminar. Como dice uno de los personajes de la última novela de Susanna Tamaro titulada Escucha mi voz: «Quiero poner a prueba mi autonomía».

Plantea Hölderlin una hermosa y profunda metáfora sobre la educación. «Los educadores —dice— forman a sus edu­candos, como los océanos forman a los continentes: retirán­dose». No es fácil. La tendencia es a sentirnos y a ser útiles. Lo fácil es no asumir riesgos, retrasar lo más posible el día de la independencia. Pero así no se deja crecer.

El primer día que el niño pueda peinarse solo, no le ten­dría que peinar nadie. El primer día que pueda vestirse solo no le tendrían que vestir. El primer día que el alumno pueda encontrar la bibliografía solo, no se la tendrá que dar el pro­fesor. El primer día que el alumno pueda buscar la informa­ción por sí mismo, no se la tendría que buscar el profesor. Creer que no pueden hacer determinadas cosas conduce a que realmente acaben no haciéndolas y creyendo que no las pueden hacer por sí mismos.

Existen ámbitos diversos en los que se puede producir la sobreprotección. Uno, el más elemental, tiene que ver con la autonomía física, con las actuaciones funcionales de los niños. Qué hacen por sí mismos, adónde van solos, qué deci­siones toman sobre lo que quieren hacer. Otro tiene que ver con el pensamiento, con las ideas, con la dimensión intelec­tual de las personas. Porque a los niños no se les debe ayudar a que piensen como nosotros sino a que piensen por sí mis­mos. El tercer ámbito es psicológico y tiene que ver con la autoestima, con la valoración que hacen de sí mismos, con el aprecio que se tienen.
Hay niños que tienen especiales dificultades para crecer autónomamente: los hijos únicos, los niños que han perdido trágicamente a un hermano, los niños que tienen alguna dis­capacidad y las niñas por el sencillo hecho de ser niñas.
He conocido niños aplastados por el amor de los padres. Niños sobreprotegidos que se han convertido en el hazmerre­ír de sus compañeros y amigos. Recuerdo especialmente el caso de un pequeño alumno mío a quien su madre había infantilizado hasta tal punto que no tenía vida propia. La madre le llevaba a la peluquería y decidía cuál había de ser su corte de pelo, le vestía como a ella le gustaba, le llevaba de la mano al colegio, no le dejaba jugar con los demás niños, nunca le daba autorización para salir de excursión con los compañeros. Era hijo único de madre viuda. Un buen día le di dinero para que fuera a cortarse el pelo como a él le gusta­ba. El conflicto fue inevitable. La madre tardó en comprender que lo estaba asfixiando, que su angustia estaba perjudicando el crecimiento.

La sabiduría sufí ofrece una explicación en forma de his­toria para justificar la necesidad de no dar todo hecho, todo pensado, todo resuelto a los hijos y a los alumnos.

El maestro sufí contaba siempre una historia al terminar la clase, pero los alumnos no siempre entendían el significado.

—Maestro –lo encaró uno de ellos una tarde–, usted nos cuenta los cuentos, pero no nos explica su significado.
—Pido perdón por eso –se disculpó el maestro–, permíteme que en señal de reparación te invite a comer un rico melocotón.
—Gracias, maestro –respondió halagado el discípulo.
—Quisiera para agasajarte, Pelar el melocotón yo mismo. ¿Me lo permites?
—Sí, muchas gracias –dijo el alumno.
—¿Te gustaría que, ya que tengo en mi mano un cuchillo, te lo corte en trozos para que sea más fácil comerlo?
—Me encantaría. Pero no quisiera abusar de su generosi­dad, maestro.
—No es un abuso si yo te lo ofrezco. Sólo deseo complacer­te... Permíteme también que lo mastique antes de dártelo.
—No, maestro. No me gustaría que hiciera eso, se quejó sor­prendido el alumno.
El maestro hizo una pausa:
—Si yo os explico el sentido de cada cuento, sería como daros a comer una fruta masticada.

Creo que las personas tienen que aprender a pensar por sí mismas, a decidir por sí mismas, a asumir sus propias res­ponsabilidades. Lo cual exige una costos declaración de independencia de los padres y educadores y una asunción no menos costosa de autonomía responsable de los hijos y alumnos. El aprendizaje del sentido del deber. Nos lo recuerda José Antonio Marina en su último y excelente libro, Anatomía del miedo. Un tratado sobre la valentía:

Tanto el respeto como la justicia nos imponen deberes, y aquí tropezamos con algo que hemos olvidado. La obliga­ción de comportarnos justa, respetuosa, valientemente no afecta sólo a nuestro trato con los demás, sino también al trato con nosotros mismos.

Lo que los hijos y los alumnos nos piden y nos exigen a los padres y educadores, es sencilla y llanamente lo siguiente: «Ayúdame a hacerlo solo».

De La pedagogía contra Frankenstein
Y otros textos frente al desaliento educativo

Miguel Ángel Santos Guerra
Editorial Graó

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